Allá por el 600 años antes de Cristo, se
cree que el faraón egipcio Neko mandó organizar una expedición de
circunnavegación que consiguió adelantarse 2.100 años a Vasco de Gama en su
descubrimiento del Cabo de Buena Esperanza.
Más tarde y según se conoce gracias a la
documentación que nos ha llegado hasta nuestros días, entre los siglos VI y V
antes de Cristo, Hannon de Cartago dirigió una expedición naval que el senado
cartaginés había decidido emprender con el fin de fundar nuevas colonias en la
costa atlántica de África. Se sabe que Hannon partió con 60 naves, de 50 remos
cada una, con 30.000 personas a bordo, entre hombres y mujeres, destinadas a
poblar las nuevas colonias. El cartaginés Hannon partió del actual Túnez
navegando hacia poniente, superó las Columnas de Hércules (Estrecho de
Gibraltar), dobló el Cabo Verde y, quizás, llegó a la isla de Fernando Poo, en
el Golfo de Guinea. También es conocido que, de regreso a Cartago donde relató
sus descubrimientos y experiencias, visitó las Islas Canarias.
Pero aún tenían que transcurrir varios
siglos para que, con los albores del XIX, llegase la época dorada de la
exploración y el inmenso espacio en blanco con que aparecía el interior de
África en los mapas se perfilase como el escenario de azarosos viajes. Hombres,
y también mujeres, de diversas nacionalidades de Europa y Norteamérica,
realizaron largos viajes llamados por el enigma y el desafío de un continente
que todavía presentaba grandes extensiones aún por conocer.
Grandes personajes de la exploración y
muchos otros menos conocidos o totalmente ignotos, se internaron en territorios
remotos en busca de aventuras, persiguiendo fama y fortuna, abriendo rutas
hasta entonces ignoradas para el hombre occidental. Para ello vivieron los
peligros de una naturaleza en estado salvaje y sufrieron enfermedades hasta
entonces desconocidas. Pero también suyos fueron los ojos de los primeros
blancos que observaron paisajes de una belleza sobrecogedora y fueron ellos
también, con el relato de sus increíbles aventuras africanas, quienes alentaron
los sueños viajeros de las posteriores generaciones.
Durante varias décadas, hombres y naciones
ponían en juego empeño y orgullo, en pos del prestigio del hallazgo de nuevas
referencias geográficas y del levantamiento de mapas que facilitasen la
colonización de los territorios descubiertos. De todos los objetivos, el más
perseguido por los grandes exploradores del siglo XIX fue el de la localización
del nacimiento del río Nilo. Muchos se equivocaron de lleno, pero descubrieron
el corazón de África a los
occidentales.
Descubrir y situar finalmente Las Fuentes del Nilo acaparó por decenas
de siglos los sueños de exploración de aventureros y científicos. Ya en tiempos
de los faraones de Egipto se sabía que el gran río se extendía más al sur del País de Nubia, actual Sudán, y se
hablaba de las Montañas de la Luna
como su origen. Alrededor del año 450 antes de Cristo, un grupo de exploradores
griegos alcanzaron el punto que une el Nilo Blanco y el Nilo Azul. Y más tarde,
el emperador romano Nerón llegó a enviar una expedición en el año 66 en busca
de unas montañas de las que todo el mundo hablaba pero que tenían una
localización muy remota, quizás debido a las nubes permanentes que las cubren.
En el año 150 el geógrafo griego Ptolomeo,
que vivió en Alejandría, dibujó un extraordinario mapa del río Nilo en el que
aparecen varios lagos y montañas cubiertas de nieve de las que había oído
hablar a mercaderes y, sorprendentemente, sitúa el nacimiento del Nilo Blanco y
las Montañas de la Luna no muy lejos
del punto en donde hoy se encuentra el llamado Macizo del Ruwenzori, situado
entre los Lagos Alberto y Eduardo.
A principios del siglo XIX, la isla de
Zanzíbar, que significa “tierra de los
negros” y que está situada en el Océano Índico frente a la actual Tanzania,
era el lugar de entrada y salida de todas las expediciones al interior del
África Oriental. Punto de encuentro de nativos, de asiáticos, de occidentales y
de traficantes árabes de esclavos y de marfil, allí se contaban historias sobre
grandes lagos y montañas en el corazón de África de las que nacía un gran río…
¡Tenían que ser Las Fuentes del Nilo!
Tras varias y durísimas expediciones de
exploración y descubrimiento, por fin el 28 de julio de 1862 John Hanning Speke
alcanza el punto en el que el Nilo abandona el Lago Victoria en su camino hacia
el Mediterráneo. El desagüe forma unas cataratas a las que Speke denominó Ripon Falls (en honor al entonces
presidente de la Royal Geographical Society), y que hoy se conocen como las
Owen Falls, lugar en el que se ha construido una presa para producir energía
eléctrica. Una vez decidido que aquel curso de agua era el inicio del Nilo, la
expedición siguió el río hasta Khartoum, en Sudán, desde donde Speke envió un
telegrama a Londres: “El Nilo ha sido
fijado”.
Sin embargo, las carencias de Speke como
geógrafo y explorador dejaron aún muchas dudas sobre la ubicación definitiva de
las míticas Fuentes del Nilo. Y fue
por eso por lo que, en 1866, la Royal Geographical Society de Londres encarga
al más reputado y prestigioso explorador británico del continente africano una
nueva expedición que debía resolver y fijar de una manera concluyente el
escurridizo nacimiento del río más importante de África… Sería el tercer y
último viaje al continente del explorador, doctor en Medicina y misionero
escocés: David Livingstone.
El Doctor Livingstone, supongo
Después de varios años de intensa
exploración, las afirmaciones de John Hanning Speke no habían conseguido situar
oficialmente el nacimiento del río Nilo en el Lago Victoria. Su escasa
precisión y su falta de conocimientos le habían llevado a cometer grandes
errores geográficos que hacían que, incluso, en algún tramo de su recorrido “el
Nilo fluyera cuesta arriba”. Estas y otras circunstancias, como su extraña
muerte en accidente de caza horas antes de un careo con su antiguo compañero
Richard Burton, hicieron que la gloria de Speke fuese fugaz y que la Royal
Geographical Society de Londres decidiese resolver, de una vez por todas, el
enigma de la ubicación de Las Fuentes del
Nilo encargando una nueva expedición al explorador británico más
prestigioso del continente africano… El 13 de agosto de 1865 una nueva
expedición parte hacia la isla de Zanzíbar. Tras el Zambeze y el Luanda, otro
río, en esta ocasión, el padre de todos
los ríos entraba en el destino del médico y misionero escocés David
Livingstone.
Tan sólo fueron necesarios unos meses como
evangelizador para que, en 1841, un joven Livingstone comprendiese que no tenía
vocación de misionero y sí de explorador. Su insaciable curiosidad le empujó a
abandonar la misión de Kuruman, situada a orillas del sur del desierto del
Kalahari, para adentrarse hacia el norte en un continente africano
prácticamente inexplorado en su interior. Durante sus treinta y tres años de
andanzas por África, David Livingstone llegó a escribir más de un millón de
palabras con las que recopiló todo tipo de informaciones sobre flora, fauna,
geografía y costumbres de los habitantes de las regiones que recorrió. También
dibujó millares de mapas y bocetos. Incluso en las condiciones más duras, con
cualquier tipo de papel y la tinta que él mismo extraía de ciertas plantas,
Livingstone no dejó ni un solo día de plasmar sus descubrimientos y
observaciones.
En abril de 1866, Livingstone llega al
continente en la desembocadura del río Ruvuma, en el Índico, para enfrentarse a
su gran y último reto. Además de establecer la ubicación de Las Fuentes del Nilo, debía de
investigar la estructura de las cuencas de los grandes ríos centroafricanos y,
por último, descubrir las fuentes del río Congo y, a ser posible, remontarlo
hasta su desembocadura. Desde las costas del Índico, el explorador escocés
alcanza el Lago Nyassa, en Malawi. En los cinco primeros meses de expedición
sus hombres desertan robándole los animales de carga, el material y las
medicinas. Tan sólo once permanecen con él, incluidos sus dos fieles y antiguos
compañeros africanos de anteriores viajes, Susi y Chamah.
Hasta mediados de 1871 Livingstone recorre
los Lagos Tanganica, Gweru y Bangweulu, llegando hasta la desembocadura del río
Lualaba en el río Congo, soportando enfermedades, desnutrición y el ataque de
tribus hostiles. Muy enfermo y con terribles dolores consigue llegar al poblado
de Ujiji, uno de los puntos clave del comercio de marfil y de esclavos… Por
aquel entonces el gran azote de aquella zona del mundo.
En octubre de 1871, cuando todo parecía ya
perdido para el explorador, médico y misionero británico, su asistente africano
Susi se acercó corriendo a la choza de Livingstone gritando: “¡Un inglés!”. Acababa de entrar en
escena un periodista norteamericano, nacido en Gales, y enviado al África
Ecuatorial por un diario de Nueva York.
Fue algunos meses antes cuando al director
del New York Herald se le había
ocurrido la gran idea y llamó al hombre que necesitaba… Un periodista y viajero
que respondía al nombre de Henry Morton Stanley, aunque su verdadero nombre era
James Gordon Bennet. El mensaje era claro: encontrar a Livingstone que llevaba
ya cinco años misteriosamente desaparecido.
Después de una larga travesía, Stanley
halló a un extenuado Livingstone en Ujiji, al nordeste del lago Tanganica, el
10 de noviembre de 1871. El emocionante encuentro entre los dos únicos hombres
blancos en miles de kilómetros alrededor, fue relatado por Stanley de este
modo:
“Mientras
avanzaba lentamente hacia él pude observar su palidez y su aspecto de fatiga:
llevaba pantalón gris, chaquetón rojo y una gorra azul con galoncillo de oro.
Hubiera querido correr hacia él, pero me acobardaba la multitud de negros y de
árabes que lo rodeaban. Hubiera querido abrazarle, pero era escocés e ignoraba
cómo me recibiría... Me acerqué hacia él y le dije a la par que me descubría:
- El
doctor Livingstone, supongo.
-
Sí, señor –contestó con benévola sonrisa y descubriéndose a su vez... Entonces
nos estrechamos las manos.”
Stanley permaneció cinco meses socorriendo
a un escuálido y enfermo Livingstone a quién hacía dos años que se le habían
acabado las medicinas. Sin embargo, no fue capaz de disuadirle de que, apenas
ligeramente repuesto, iniciara una nueva expedición en busca de su sueño: las
legendarias Fuentes del Nilo. El
mismo enigma que Julio César, Erastóstenes de Cirene o Tolomeo lamentaron no
haber descifrado.
David Livingstone moriría poco después, el
30 de abril de 1873, víctima de la disentería sin haber alcanzado su meta. No
obstante, es de destacar su gran labor como explorador y luchador contra la
opresión. Sus últimos pensamientos, que dejó escritos, fueron en contra de la
esclavitud que había podido ver desde muy cerca:
“Desde
mi soledad todo lo que puedo decir es: Ojalá la misericordia del cielo caiga
sobre cualquier americano, inglés o turco, para así erradicar esta lacra del
mundo.”
Dice la leyenda que encontraron a
Livingstone al pie de un árbol, muerto y reclinado en posición orante. Sus dos
fieles ayudantes extrajeron su corazón y sus vísceras y las enterraron en el
lugar donde murió y embalsamaron el resto del cuerpo para transportarlo en
brazos hasta Zanzíbar, desde donde fue repatriado a Londres y enterrado con
todos los honores en la Abadía de Westminster. Al igual que parte de sus
restos, el recuerdo de David Livingstone permanece aún presente en el corazón de África…
Tras volver a Londres, en 1872, la
popularidad de Stanley se hallaba en su momento más importante. Era el hombre
que había encontrado al Doctor Livingstone en el interior de África y aquello decidió
a los periódicos New York Herald y el London Daily Telegraph a subvencionar a
Stanley una nueva expedición. Esta vez se trataba de continuar los trabajos de
Livingstone y, ¿cómo no?, fijar de manera definitiva Las Fuentes del Nilo.
En 1874 el periodista y explorador sale de
Zanzíbar hacia el interior del continente, llega a la orilla sur del Lago
Victoria y decide circunnavegarlo en canoa. Durante el recorrido tiene que
librar varias escaramuzas con las tribus que habitan las orillas del lago y
logra visitar al rey Mutesa de Buganda,
actual Uganda, estableciendo los inicios de la influencia británica en aquellos
territorios.
En su siguiente etapa Stanley se dirige
hacia el sur y circunnavega el Lago Tanganica tratando de hallar, sin éxito,
alguna conexión con el Nilo. Más tarde decide adentrarse hacia el oeste y
recorrer el río Lualaba, afluente del río Congo, sin encontrar conexión alguna
con el Nilo. Cuando llega a la desembocadura del Lualaba con el Congo, decide
navegar el gran río centroafricano hasta su desembocadura en el océano
Atlántico, siendo la primera expedición en atravesar África de este a oeste.
Con este recorrido Stanley dejó prácticamente demostrado que Speke tenía razón
y que Las Fuentes del Nilo se
encontraban al norte del Lago Victoria.
Sin embargo y después de todo, hoy en día
los geógrafos sitúan el nacimiento del Nilo en las corrientes que fluyen hacia
el río Cajera en las tierras altas de Burundi, concretamente en el río
Luvironza. No obstante, a John Hanning Speke le serán reconocidos los honores y
pasará a la historia como el descubridor de Las
Fuentes del Nilo.
Ángel
Alonso
Alfonso,
Miguel Ángel y Alejandro…
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